Crónicas lucianas

Con esto de la dieta ya veo sanguches de colores y un ángel con alas de tortilla me mira desde el borde de la cama. Levántate, anda, ve hacia la heladera que es una siberia en miniatura adonde pastan monstruos infernales.
Va el tipo en cueros por la muerte blanca más intensa y encuentra agua, quesos olvidados al borde verde del abismo y el viento que ruge con todo el odio del vacío estelar incontenido.
Cerrá la puerta.Cerrá la puerta. Cruje el hielo sempiterno.
Se aleja la camara y enfoca una caja de cereales. Cruel destino.

Una vez trabajé en un taller de reparación de colectivos de larga distancia. Era verano. Baje 10 kilos en esos quince días. Así estaba, como un palo. Olisqueaba el aire como un perro negro en un basurero, tenía un walkeman sin tapa y escuchaba Sabina de un lado y a los cubanos del otro y cuando me preguntaron si escuchaba cumbia dije que si, por las dudas, pero igual me hicieron trampa.
Siempre tengo esa sensación de no pertenecer a ninguna parte. Pero no soy el judío errante. Pasa que he destruido mentalmente todos mis destinos.
Uno de los colectivos había chocado en la ruta. Era una masacre de cabo a rabo. Estaba como recién aterrizado en un hangar con piso de tierra, quieto y tranquilo; pero si se me daba vuelta lentamente veia con el rabillo del ojo que se acomodaba y crujía su descomunal descoyuntura, como un resorte comprimido y suspiraba. Había granos de soja por todas partes y pensaban seriamente en arreglarlo, limpiar toda la sangre, remendar la plataforma esa y ponerlo otra vez en camino.
Era diciembre y en el terreno lindero gritaban nerviosos los lechones.