Hombros

Empecé mi carrera artística en el teatro negro de Praga, pero me echaron por un problemita de caspa. A veces el público pensaba que representaba una lluvia de estrellas sobre mis hombros, pero al director no le hizo mucha gracia.
Terminé en un callejón bajo la llovizna checa, el empedrado brillaba como la verruga de un cetáceo y yo, vestido de negro, me perdí en el laberinto del ghetto judío. Allí, casi sin querer me metí en un gimnasio de barrio donde se impartía una clase de arte ninja y fuí captado por un célula de asesinos a sueldo que me obligó a intentar el magnicidio del primer ministro del principado de Malbonia. En el momento fatal me tembló el pulso y herí con un shuriken (shuriken namato) al mozo que con una bandeja intentaba servir una casata al ministro.

Desde ese entonces soy un fugitivo del gremio gastronómico cuyos tentáculos se extienden, como todo el mundo sabe, por toda la faz de la tierra. Hace años que no entro a un bar.
Vestido aún de negro intenté el referato en la Liga Cañadense (fundada en 1926), teniendo que dejar por motivos de incompatibilidad de caracteres con el guionista y olvido de mi línea como segundo juez.
Lo único que puedo recordar de esa época es la silueta de los jugadores rodeada de cuatro sombras, una por cada torre de iluminación, en los encuentros nocturnos, pródigos de polillas ,chinches de agua y humo de choripán.
Desteñidas ya mis prendas por el prolongado uso fuí aceptado en las filas de los zorros grises de la ciudad de Rosario, unidad motorizada, fuerza de la que tuve que retirarme, también, por un problemita de identificación del personaje cuando se me exigía en el papel tener que comportarme como un perfecto cretino. Creo que no pude con el rechazo del público.
Agotado ya, abatido luego de caminar sin rumbo por los barrios ora bajo la lluvia, ora bajo el calor del sol implacable, encontré mi figura reflejada en una vidriera. Sorprendíme al verme completamente de blanco.
Mutado en la piel de los profesionales y con renovadas esperanzas me inscribí sin demoras en la empresa de cremas heladas Laponia, división repartición de helados en bicicleta de caño naranja.
Tuve mucho éxito en mi caracterización según las exigencias de la escuela del método aunque por momentos alguien creyera entrever en mi personaje visos de churrero.
Recorría los barrios y las plazas con esmero y hasta creo recordar haber comenzado un romance con esa chica de la cortada de calle de tierra que daba al parque regional con sus chañares ladeados y troncos inflamados de palos borrachos y grito de chicharras y hamaca oxidada. Recuerdo haberla cortejado día a día durante interminables recorridas de siesta frente a su ventana con persianas de madera, el frente pintado de verde agua.
Recuerdo haberla cobijado contra mi pecho, su pequeña cabeza de hija de inmigrantes sicilianos, sus enormes ojos almendrados que se fijaran por un momento en mis hombros para luego sentenciar exclamando oia, Juan Carlos, se le está cayendo el pelo.