El hijo a control remoto.

En las prácticas de fútbol de los domingos hay uno de esos padres que trata al hijo como a un androide a control remoto. Se acomoda en una esquina y empieza a tirar órdenes por lo bajo y el pibe hace todo lo que le piden. Todo resultado es acompañado de una fugaz mirada al rincón del padre para confirmar la aprobación. El pibe no es sucio, ni tramposo, ni violento. Es correcto en todo y tiene una gran habilidad con el balón. Entonces por momentos pienso que tal vez mi hijo se pueda beneficiar de tal estímulo y cuando lo veo papando moscas me tiento de decirle "hijo, mirá la pelotita!". Alguna vez lo he hecho y lo único que recibido ha sido una sonrisa como confirmando que estaba todo en orden y que por favor lo dejara tranquilo.

A veces entre todo el caos de una pelotera de 10 pibitos pateándose las canillas emerge el mío bufando como un perro arrastrando la pelota hasta la red contraria con todo su esfuerzo. A veces no pasa, pero cuando pasa me lo ha narrado así: "Y estaban todos los enemigos alrededor de mio (sic) y yo salí y corrí fuerte y metí el gol con toda mi fuerza."
Y eso es todo, no estoy seguro de cual es la reflexión final excepto que padre con hijo a control remoto por suerte, los domingos, hay uno sólo.




La nada.

Por algún motivo me animé. Tal vez por que la hora dorada en un inesperado soleado, pero corto, día de otoño irlandés prometiera cierta cantidad de luz. O porque la luna creciente muy arriba sonriera como una lámpara de muchos dientes de plata. O porque no me diera cuenta de nada y no sospechara que me sorprendería la oscuridad más tarde.
Lo cierto es que me mandé a caminar por una playa durante el atardecer y tres kilómetros después tuve que volver en la más completa oscuridad, tropezando con obstáculos apenas visibles enterrados en la arena gruesa y oscura. 
El frío me hizo poner gorro, cuello y capucha a la ida. A la vuelta volvía con la cabeza descubierta y la campera abierta con el viento de frente. Me detuve en el medio de la nada con el mar rompiendo frente a mi, una duna despeinada a mi espalda y cielo negro sobre mi cabeza. Estaba solo, recontra solo a tres kilómetros a la redonde de nada. Cerré los ojos. Cuando los abrí vi brillando sobre mi a la estación espacial internacional como un lucero de todas las albas. Se consumió en ese esplendor por cinco segundos y se apagó gradualmente para pasar a ser sólo una estrellita gris y pasajera en su órbita con su carguita de gentes más sólos que yo frente al océano más profundo.