Fundido en negro en Praga.

Me decidí a terminar con todo, con la mentira, con ese engaño constante y ya fluido, una conversación unidireccional como un flechazo al que sólo se puede responder con dolorida expresión de sorpresa mientras la sangre se demora en aflorar.
Un daño sin sangre pero herida siempre abierta, imposible de cicatrizar desde
que mis padres me sentaran frente a un programa de televisión maratónico de domingo y sufriera por primera vez la exposición al fraude amañado como entretenimiento mágico e infantil.
La idea, el plan, el secreto cubierto celosamente era fácil. Viajar a Praga, visitar el templo de la mentira, rasgar el velo, abrir la ventana de la cámara oscura, despertar al niño aterrado en su habitación y mostrarle que debajo de la cama, dentro del ropero, no había, que no hubo nunca nada.
Llegué de tarde, con llovizna, ya había estado una vez coo turista enamorado y me decidí por un taxi. Hablamos del clima en un inglés sintético y efectivo con algunas aristas redondeadas por un humor muy transitado. Me sorpredí ante mi propia tranquilidad. Olvidé la voz y el rostro especular del taxista apenas cerré la puerta del coche, cuando la llovizna me estremeció desde las orejas hasta los tobillos.
Busqué de memoria, con asombrosa precisión pero ignorándola la belleza crepuscular y escarchada de las farolas, las torres y los puentes, como si fuese un monstruo de barro apurado por no desmantelarme sobre el adoquinado, la estatua a Kafka. No soy un hombre que teme a ningún dios, pero temo a la ramificación incontrolable de la fantasía o el sueño sobre la vigilia, así que dediqué mi esfuerzo mental a la imagen de ese hombre y volví sobre mis pasos.
Pagué la entrada por la cual se honran, entre dos partes, un pacto tan siniestro.
Esperé, sin hacer planes laberínticos de escape, pero presintiendo la mole del castillo siempre a mi derecha, cruzando el río.
Esperé pacientemente la inmersión hipnótica del público  y en silencio me puse de pie, precisamente cuando dos peces coloridos de espuma se besaban en un desorganizado arrecife fosforescente mal repintado, obviamente de cartón y otros materiales mal pegoteados; y encendí la linterna que traía escondida en el bolsillo interior del saco. Enfoqué precisamente el centro del escenario donde esperaba poder desenmascarar a los actores encapuchados aferrando las marionetas astutamente con negras manos enguantadas. 
Pero nervioso y ante el creciente rumor iracundo del público a mi alrededor seguí , frustrado y alelado, rebuscando con el haz de luz en mi mano por toda la caja negra del escenario, arriba, abajo, en el suelo, en los rincones donde se apilaban nerviosomante otros muñecajos animados.

Pero, nadie, nadie, nadie! En el escenario no había nadie!