El primer momento de responsabilidad que recuerdo fué el de subirme a un colectivo con mis dos hermanos e ir a la escuela. Eso pasa por ser el mayor, te dan las instrucciones como un piloto de bombardero que tal vez no vuelva, los dos hermanos, te hacen bajar al interior de la ballena más grande del mundo y encima el destino final y objetivo es la escuela.
Doblemente condenado.
Todavía me acuerdo del momento en el que tuve que tocar el timbre, porque no llegaba, estaba tan alto, allá, arriba, pero llegamos, porque nos estiramos los dos más grandes y además no éramos los únicos, no podíamos fallar.
Después uno se acostumbra y como es un territorio colectivo, casi que es de nadie y éramos tantos, tan salvajes que nadie nos decía nada, aunque lo que hacíamos era jugar a las naves espaciales con los asientos, escupir al pibe que se bajaba, sentarnos, darle el asiento a una vieja, volver a sentarnos más atrás, escondernos los portafolios, hablar con las embarazadas y enterarnos de que los bebés nacen en nueve meses y no en doce, hacerle preguntas al colectivero simpático pero nunca al otro, y así como siete años y ya más grandes más serios, más juzgados también por el público presente.
Si la escuela era el segundo hogar el colectivo era el living de una familia numerosa.
No me acuerdo como era la ordenanza municipal con exactitud pero pongamos que los menores de tres años no pagaban boleto. Le preguntaron a mi hermano más chico cuántos años tenía y contestó, muy tranquilo, descubriendo la trampa que nos permitía ahorrarnos unos centavos gracias a su baja estatura:
-Y, arriba del colectivo tengo tres, pero abajo tengo cuatro.
Y lo mejor era enamorarse. Me enamoraba tres veces por viaje, las que hiciera falta, no sólo de nenas de mi edad sino de señoritas más formadas, pero jamás me enamoré de una maestra.
A esas edades uno no sabe qué son las piernas ni las curvas gloriosas del trasero pero sí se tiene la habilidad para sopesar como tesoros todo lo que está de la cintura para arriba y sobretodo el rostro y saber que una mujer puede mirar al vacío y estar desnudándote completo más allá de las ropas, como una gacela huele el viento y sabe cuántos monstruos se le acercan.
Una belleza sin lascivia, sin alivio, sin temblores, era boca abierta, la interrupción del aliento y unos años más allá combustible de poesía.
El colectivo también es mirarse de costado, es seducción y lenguaje corporal, es seguir, acechar, moverse astutamente para conseguir el mejor ángulo y verte los ojos verdes una cuadra más, por favor, amada mia.
Escribí esto para el blog Colectivo, pero lo pongo acá porque es muy motonético también.